Ya había delegado muchas de mis tareas, había implementado la tecnología como un aliado de mis operaciones y hasta tenía el organigrama con roles y responsabilidades. Pero el checklist de la profesionalización no terminaba por dejarme tranquilo. Algo faltaba.
Mis amigos y colegas me decían: “Ahora solo tenés que controlar que todo salga bien y tomar las decisiones importantes”.
Pero si a mi celular ya no llegaban las consultas de mis colaboradores, ¿cómo se suponía que supiera qué era sobre lo que tenía que definir?
Y lo de crecer, por otro lado, cómo lo iba a hacer si al no estar en el día a día ya no sabía qué franquicia funcionaba mejor o dónde estaban los cuello de botella donde valía la pena invertir.
Me sentía un poco perdido. Distanciado del día a día que hasta ese momento le daba sentido a mi rol de emprendedor. Sin saber lo que pasaba, pero aún siendo el responsable de que todo eso sucediera.
Sentía que todo ese “poder” que me daba estar cerca de las operaciones de la empresa se diluía con la tranquilidad que supuestamente había ganado para “pensar mejor las cosas”.
Claro, ahora podía pensar, pero no tenía muy claro en qué.
Por suerte no me rendí. No generé dobles comandos o ruidos en la comunicación de la empresa. No tuve el síndrome del nido vacío, ni me dormí en los laureles.
Entendí que si pretendía este perfil de empresa profesional donde empoderar a los mandos medios para tener una visión más clara de futuro, tenía que igualmente estar en contacto con el negocio pero sin molestarlo.
¿Cuáles son los números que pueden amenazar a mi negocio?
El costo laboral, el desperdicio de mercadería (o robo) y la capacidad financiera eran cuestiones que un día podían llevarme a fracasar.
Siempre fui de los que centraron su mirada más en los costos que en las ventas, creyendo que mientras algo esté bien administrado no importa cuánto venda, sino cuánto me deja.
Fue así que armé los excel, los gráficos y las proyecciones. Lo importante era saber en qué franja de porcentaje quería que estuviera cada costo y cuánto entendía que se podía facturar en el año siguiente para saber si esa distribución generaría un negocio sano.
Hubo que hacer ajustes y con el tiempo incluir a los mandos medios en la generación de estos reportes.
El que más costó (y sigue costando) es el de los desperdicios y faltantes de mercadería, que cualquier emprendedor del rubro gastronómico dirá que es fundamental porque es el pequeño goteo que vacía negocios enteros; pero nadie te dice que es el reporte para el que tenés que educar a toda la organización, para que se informe desde las compras hasta el pan que se cayó o una mayonesa que se puso fea. Sigo en esa lucha, sé que lo conseguiré.
Al principio los números no parecían dar y hasta algunos eran incluso preocupantes.
Fueron la verdad más dura a la que me pude enfrentar como emprendedor. Y lo que hace un par de párrafos decía no saber cómo hacer, gracias a los números se volvió de lo más obvio.
Generé reuniones para hablar de los ratios no aptos para el negocio o tuve que exigir énfasis en trabajar sobre desperdicios más que tratar de aumentar las ventas de los mediodías. Temas que antes también fallaban, pero que como nadie los medía, no eran un problema.
Con el correr de los meses mi Tablero de Control iba tomando sentido, los ratios se empezaban a acomodar y yo dejaba de ser un extraño en mi propio negocio.
Ahora sabía cómo funcionaba, dónde se iba el dinero y podía sentarme con mis socios a pensar el futuro. Seguía haciendo lo mismo, pero ya no siguiendo la experiencia del instinto sino la ciencia de los datos.
Suena un montón, pero la mayor parte se la lleva el compromiso de empezar a hacerlo.
Seteá tres cuestiones que creas que pueden hundir tu negocio y empezá a medirlas, al rato van a ser diez las variables y las decisiones serán menos, pero mejores.