Emprender es ese loop de desafíos que siempre tiene un escalón más. Empecé invirtiendo en franquicias de terceros sabiendo que algún día me animaría a tener la marca propia.
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SUSCRIBITEEmprender es ese loop de desafíos que siempre tiene un escalón más. Empecé invirtiendo en franquicias de terceros sabiendo que algún día me animaría a tener la marca propia.
Aprendizajes que me servirían para aplicarlos en un proyecto propio. Pero tener ideas no es lo mismo que administrar un negocio. El emprendedor Pymes sabe que es un mago de dos galeras, que a veces se tiene que poner la del soñador que tiene ideas innovadoras, y a veces la del administrador que no gasta en lo que no tiene retorno.
Cuando salió la oportunidad de poner una cafetería en un edificio de alquileres temporarios, entendí que era el momento de animarme. Era el año posterior a la pandemia y quienes emprendemos veníamos con esa sensación de “nada puede salir peor que el 2020”.
Firmamos el contrato de alquiler con varios meses de gracia porque, como no se trataba de un local apto para la gastronomía, había que hacer varias modificaciones. Como ya había aprendido la lección de “no puedo con todo”·, armé un equipo de trabajo con capacitadores, asesores, decoradores, diseñadores y demás contratados.
Pero si bien el plan de negocios estaba pensado, la red de proveedores armada y la lista de asesores completa, faltaba el set de ideas que iba a dar vida al proyecto. Me faltaba ponerme ese otro sombrero de los emprendedores: el de las ideas.
Tenía someramente pensado un nombre, pero no era del todo apropiado.
Tenía algunos lineamientos que quería seguir, varias ideas que había robado a otros proyectos (porque ya nadie pretende inventar la pólvora) y un concepto general. Pero no mucho más.
Como el resto de los negocios seguían funcionando, el tiempo residual para “idear” eran las horas de pre-sueño en las que uno puede jugar con la imaginación hasta que el cansancio le gana. Y ese fue el primer error.
No podíamos avanzar si yo no definía ciertas cuestiones. Pero al parecer, estaba más ocupado con el resto de los negocios y armando la flota de asesores que harían lo que yo no podía.
¿Y las ideas?
Ok… esas todavía no estaban y yo no tenía tiempo de sentarme a pensarlas. Hasta que esos meses de gracia para hacer las reformas terminaron y nos llegó la primera factura de alquiler.
Recién ahí el sombrero de administrador se enojó con el creativo. No podía ser que tuviéramos que pagar algo para lo que habíamos negociado hacer sin erogar. Recién cuando existió la discusión entre mis dos roles internos, fue que la creatividad apareció.
Finalmente llegó el concepto, el nombre y la esencia de la marca. Pero ahora con eso sobre la mesa, me di cuenta que la página web que había contratado era demasiado pretenciosa, ni siquiera se adaptaba al e-commerce que quería sumarle y la decoración no incluía una estantería para libros, que iban a ser el diferencial.
Ese copiar y pegar de los proyectos anteriores no me servía. Claro que era útil la cadena de confianza con proveedores, mis armas de administración y el talento que había ganado para la proyección de ventas y gastos. Pero lo esencial del proyecto no estaba y cuando estuvo no se adaptó a lo existente.
Ese fue el primer gran error del que decantaron los otros. Porque sin pensar, no se puede emprender. Y por más que esa teoría todos la hayamos leído en centenares de papers y libros, muchas veces los que nos dedicamos a esto somos los que hacemos para luego pensar.
Mi pequeño consejo: pensar… luego hacer.